CONFERENCE:

Bilbao 25.6.2002

ARRABAL EN LA ESCENA ESPAÑOLA DEL SIGLO XXI

Ignacio Amestoy

Yo le quiero a Fernando Arrabal, y él lo sabe. Y me corresponde "en très vive connivence”, me acaba de escribir... Hace 22 años fueron nuestros primeros encuentros, en los que hablamos largo y tendido. En dos hoteles de Madrid. Le gustan los hoteles. Los grandes hoteles, sobre todo. Fue en el entonces moderno Hotel Princesa, en el solar del viejo barrio de Pozas, Bastilla de Lauro Olmo, y era verano. Fue también en el siempre lustroso Hotel Palace, en su habitación 467, mirando a la Academia, y ya era invierno. Corría el año 80.

Después de aquellos dos encuentros, publiqué nuestras conversaciones en el disidente suplemento cultural de Diario 16, el Disidencias de aquellos tiempos de "la movida”. Arrabal me decía cosas como éstas: "Volveré a España cuando me retire. Cuando deje de escribir”, "Buero y yo molestamos a los mandarines” o "He sido siempre un frustrado, he sido un fracasado, y lo seguiré siendo toda mi vida, sexualmente y en todos los sentidos”.

Sólo meses después de aquellos primeros encuentros, un mágico director, Miguel Narros, hacía que nos volviéramos a encontrar. Casi al tiempo, Narros montaba una obra de Arrabal, El rey de Sodoma, en el Teatro María Guerrero, y una obra mía, Ederra, en el Teatro Español. Dos rituales, en los que la vida y la muerte se daban la mano. Vida y muerte, lo humano y lo divino, eros y tánatos, la libertad y la violencia..., hermoso y feo, eder eta itsusi. ¿El bien y el mal?

¿Qué son el bien el mal? Fidio, un personaje de Arrabal, llega a decir: "Dios apunta con letras de oro en un libro muy bonito las cosas buenas que haces y en un libro muy malo y con letra muy fea los pecados”.

Ederra, comienza mi obra diciendo a sus amadas y odiadas amigas: "No nos han dejado ser felices. Nos han amordazado, vendado los ojos y taponado los oídos. Para que no llamemos a los dioses, ni les podamos ver, ni les podamos oír. ¡Los dioses! ¿Y si no hay dioses?”

El dios que lo apunta todo y el dios al que no llegamos a percibir. Dios. El dios presente y el ausente. ¿Temor de Dios? También, blasfemias...

Mucho antes de todo esto, eran los años 66 y 67, aquí en Bilbao, Arrabal ya me había fascinado. En el Teatro de Bolsillo de la calle Diputación se montó El Triciclo. Lo hizo Ángel Luis Gimeno, rector de aquel teatro en el que dimos los primeros pasos, entre muchos otros, el histórico Luis Iturri, Ofelia Rivero o quien les habla. Todos los citados nos interesamos por Arrabal. Yo, tras montar un García Lorca y un Tankred Dorst, estuve trabajando en Oración, esa obra con el trío eterno de Arrabal --hijo, madre y padre--, donde dice Fidio lo del libro muy bonito y el libro muy malo... Mi marcha a Madrid, para estudiar Dirección Teatral con Miguel Narros y William Layton, impidió que se llegara a estrenar. Era el 67, año en el que, cuando Arrabal iba camino de La Manga, firma ejemplares de una novela en Galerías Preciados. Un joven le pide "una blasfemia” o "una cosa gorda”. Arrabal, le escribe a aquel provocador, a aquel delator, a aquel policía: "Para Antonio. Me cago en Dios, en la Patria y en todo lo demás”. Y Arrabal acaba en Carabanchel. ¡Dios, Dios, Dios!

El último encuentro con Arrabal fue en Eibar, el pasado 15 de marzo, con otros colegas: Alfonso Sastre, Carlos Gil, Roberto Herrero, Patxo Tellería, Ernesto Caballero..., y Juan Ortega y Txema Cornago, claro. Arrabal, en la villa de las ruidosas máquinas, habló de los callados silencios del ser humano. Porque habló de Wittgenstein: "De lo que no se puede hablar, se debe callar”. No nos extrañó a muchos que Arrabal hablara sobre el autor del Tractatus. El autor melillense se habrá visto muchas veces en el espejo del filósofo vienés. Y ambos en la geometría de Adolf Loos y su "menos es más”. De Arrabal podía ser también aquella frase de Wittgenstein, en Cambridge: "No os preocupéis, ya sé que no lo vais a entender nunca”.

Una frase que pudo haberla pronunciado Arrabal en esa España, en esa nebulosa a la que, yo creo, nunca volverá, ni cuando se retire, ni cuando dejé de escribir. ¿Retirarse, dejar de escribir, Arrabal? ¿Volver a España, donde le llamaron "El enano de Melilla”? "Insulto un poco cómico”, me confesó, "en un país que fue gobernado por un hombre que tenía mi estatura”. ¿Uno, sólo...? Pero no le ha preocupado su talla a Arrabal. Recuerda, cuando le dirigió al pequeño y grande Mickey Rooney en una de sus películas, que, el primer día de rodaje, el actor norteamericano fue hacia él con un gozo y un entusiasmo infinitos. "Entonces, pensé:”, me dijo un día Arrabal, "¡Caramba, que alegría ser un gran autor! Pero Rooney me dio un gran abrazo y me dijo: ¡Qué felicidad trabajar con usted; al fin, un director de tamaño humano!”

Con 70 años --el 11 de agosto, si no me salen mal las cuentas--, a Arrabal le da lo mismo que le llamen enano que gigante. Él sabe cuál es su estatura y la dimensión de su obra. Aunque creo que se sorprende de la deriva que su teatro toma en España en los últimos tiempos; la deriva de Arrabal en la escena del siglo XXI; tan solo con dos de sus piezas; dos de sus mejores piezas, hay que decir. Primero fue El cementerio de automóviles, una de sus primeras obras, puesta por el Centro Dramático Nacional en La Abadía --¿dónde mejor?--. Ahora, Carta de amor. Como un suplicio chino, uno de sus últimos escritos, casi testamentario, en una de las criptas del Centro de Arte Reina Sofía, que fue imponente hospital, también programado por el CDN. El culpable de los dos montajes es Juan Carlos Pérez de la Fuente, un defensor de la ritualidad en el teatro. Ritualidad, o ceremonia, frente al mimetismo avasallador que pugna por convertir los lugares de representación en escenarios donde exhibir la estulticia del "gran hermano” de la globalización...

Una ritualidad, que nunca ha estado ausente del teatro, porque no puede estarlo, pero que en las calendas que vivimos puede ser, lo está siendo, un reactivador del arte dramático. De la misma forma que la ritualidad ha estado presente en todas las epifanías teatrales, desde la del griego Esquilo hasta la del irlandés Synge, en esta posmodernidad que vivimos, fin de una era, el rito vuelve, tal vez para anunciarnos otra mutación teatral, otra más... Si la realidad de esta geografía en la que estamos no estuviera tan ajenada del teatro --que no del rito--, mucho se podría aportar desde aquí a la dicha mutación.

Primero, decíamos, fue El cementerio de automóviles...

Hace 20 años, Arrabal me comentaba: " En España sería muy difícil hablar de nuevo de Jesús, y me refiero al mensaje de los profetas. Como lo hacía en El cementerio de automóviles...” Tras el montaje de su obra, podemos decir que Arrabal se equivocaba. Aunque, es cierto, las circunstancias no son las mismas. Ni fuera ni dentro de la piel de toro, como la llamó Salvador Espriú. Fuera, el Muro de Berlín cayó hace un siglo, para los dos lados... Dentro, nunca pensamos que en la pizarra de Suresnes se diseñara el Titanic... Dentro y fuera, los escombros del 11 de septiembre se desparraman sobre el inmenso basurero de la Aldea Global macluhiana.

Y sólo cabe el silencio, la meditación, el misticismo... No es de extrañar que en el último Vaticano del arte, la Tate Modern de Londres, la sala más selecta, la capilla sixtina, esté dedicada a inmensos lienzos monocromos de Rotcko, el papa del expresionismo abstracto, subido a los altares por la posmodernidad. Allí, silencio, meditación, misticismo... Nos acercamos al fenómeno religioso... Aquel católico --por polaco-- Kantor que tanto gustaba a Arrabal dando clase entre los muertos fue uno de los profetas de este presente... Religiosidad en la escena.

Tengo para mí que Fernando Arrabal es el más religioso de nuestros autores, con la venia de mi admirado andaluz Salvador Távora, y de algunos báquicos mediterráneos, pero tan fenicios... Sin duda, la formación de Arrabal, creciendo pegado a las faldas de su católica madre, las católicas teresianas de Ciudad Rodrigo, los católicos escolapios de Madrid, su paso por la católica --por vasca-- Tolosa, el católico --por apostólico, romano y fascista-- Frente de Juventudes de Cercedilla, sus católicos --por tridentinos-- jesuitas de Valencia, sus católicos "agapitos” para entrar en la Compañía de Jesús y su consecuente católica "despedida de solterío”..., todo ello le marcó de forma indeleble. ¡Especialmente, los jesuitas! ¿Qué poder sigue teniendo la mística jesuítica? ¿Qué poder tienen los espirituales "fitness” de Loyola, aquel vasco que comenzó siendo soldado de un Emperador, para acabar siendo soldado del Dios-Hijo? ¡Los jesuitas! ¡Padres negros con Papa Negro! "Sin ellos mi vida hubiera tenido otro cariz”, me reveló Arrabal, y atención a lo que siguió diciendo, "yo no sé si [mi vida] hubiera sido mejor o peor, pero no hubiera sido tan excitante”. Arrabal, el blasfemo, no abomina de su católico pedigrí, se complace en él. ¡Don Pedro Calderón de la Barca no hubiera dicho otra cosa!

Vida excitante. ¿Las mujeres? Tal vez. Eva y su manzana. Siempre, icono sublime de la tentación... La mujer en la vida de Arrabal. Además de su madre, por supuesto. La primera, en el País Vasco, ¡vaya por Dios!, en Tolosa. Su primer amor. Todas las tardes y los domingos... Los sonidos de ella: el euskera, el solfeo, el piano... También, por las noches... "Esta noche interpretaré Brahms”, decía la pequeña concertista y Arrabal se movilizaba para escuchar la serenata desde la clandestinidad del niño y del extraño. Un Romeo inmigrante, a los pies del balcón de Julieta, en una escalera... Eran aquellos conciertos nocturnos un "diálogo espiritual”, define Arrabal: "Me ponía en la escalera --¡la escalera!-- y escuchaba a aquella niña... Cuando terminaba, me iba... Aquel frío en la escalera... La enfermedad... Mi primera caída tuberculosa”. En la segunda crisis, ya en París, estará Luce Moreau. Lis, la de Fando y Lis. En 1958, dos acontecimientos: la boda con Luce y el estreno del Triciclo.

Pero, antes, en medio, otras mujeres... Otra mujer, tras los "agapitos” jesuíticos... Una aventura que todavía envenena las pesadillas de Arrabal. En la oscuridad de las cuevas del Drach. ¿Qué pasó allí? La oscuridad, la vergüenza y la huída... ¡Vete a saber! Y, luego, antes de irse a París, mientras intenta estudiar Derecho, Mamen, María del Carmen de las Casas, que ahora es del Opus Dei, o algo así... De la Obra de Dios... ¡Mamen! ¿Si Mamen hubiera dicho que sí todo hubiera sido diferente? ¡Vete a saber!

"Todo me lo han enseñado las mujeres”, dice el dramaturgo. Pero, para Arrabal, ¿son o no son lo mismo, las mujeres y el sexo? "A veces me pregunto si mi abuelo, al decirme y repetirme que no debía transgredir el sexo, lo hizo para hacerme feliz el resto de mi vida”, te dice, lo que no deja de desorientarte. ¡Este puritano!

"En España sería muy difícil hablar de nuevo de Jesús, y me refiero al mensaje de los profetas. Como me refería en El cementerio...” ¿Lo recuerdan? Ahora, después de hablar de la relación de Arrabal con los jesuitas y con las mujeres, se pueden comprender mejor estas palabras. ¿Lo mismo pasó con Calderón? Tanto auto sacramental, tanta cruz de Santiago, tanta sotana... ¡Y ese hijo natural!

En El cementerio de automóviles Arrabal busca una luz, desde su recóndito universo cristiano, católico jesuítico, tridentino de Láinez y salmerón, como su amado Buñuel, el de Robinson Crusoe --que Arrabal vio en el pajillero Cinema X de la calle San Bernardo, y que luego llevó a su Arquitecto y el Emperador de Asiria--... Católico El cementerio de automóviles arrabaliano, que Pérez de la Fuente trasplantó a este mundo del siglo XXI en el que las tecnologías automotoras y autoinformatizadas estabulan al hombre ante los infinitos pesebres, con pantalla incorporada, del circo global.

Emanu --Cristo--, el protagonista de El cementerio de automóviles, muere. Pero queda su música, perseguida por la policía. La obra la acaba Arrabal en París en 1957, con 25 años. En su imaginario, no hay duda, ni tampoco otra posibilidad, estaba la España represora del franquismo. ¿Es el anclaje que en el año 2.000, en el siglo XXI, hay que dar a El cementerio de automóviles? No. Hoy, el universo opresor es otro más amplio, pero que se corresponde con aquel de los orígenes de la obra. A pesar de Arrabal, o no.

Días antes del estreno en Santander, el 25 de agosto de 2000, del montaje de Pérez de la Fuente --otro escolapio--, fui testigo privilegiado de las reacciones del autor ante la interpretación que el director había dado a su obra El cementerio de automóviles. Aquel jueves, 10 de agosto, cerca de las ocho de la tarde, hacía un calor insoportable en Madrid. Arrabal llegaba directamente de París. Había tenido conversaciones con Pérez de la Fuente sobre el espectáculo, y sabía de sus éxitos con Pelo de tormenta, de Nieva; San Juan, de Max Aub, La fundación, de Buero, y La visita de la Vieja Dama, de Dürrenmatt. Pero tenía la mosca detrás de la oreja...

Entre el viaje y el calor, Arrabal no llegaba al "ensayo general con todo”, que se había dispuesto para él, con la cordialidad, fingida o real, que es habitual en él. Lo cual no dejó de tensar un poco más si cabe los nervios en el ámbito de la un tanto destartalada sala de ensayos del CDN en la calle Jorge Juan --un taller de trabajo y de experimentación, más que un teatro al uso, que antes fue cine de sesión continua, como el Cinema X de San Bernardo.

Pérez de la Fuente, atento a la situación, propició que el pase de la obra se hiciera sin mayores retrasos. Yo seguí la representación junto a Arrabal, codo con codo. Los autores, cuando nos pasan el ensayo más o menos general de una de nuestras obras es como si nos sentaran no en un patio de butacas, sino directamente en la silla eléctrica. Ocurre siempre así, por mucha confianza que tengamos en los artífices del milagro que significa la conversión de un texto --me gusta decir un pretexto-- en hecho escénico.

Sentados en la silla de ejecución, aguantaremos las descargas eléctricas con el más firme de los estoicismos. Por lo menos, hasta que acabe el pase. Luego, ya veremos. Es decir, primero asumiremos el papel de mártires; luego, si se tercia, el de panteras... Esa es la disposición con la que entramos en ese tipo de ensayo general para el autor. Sobre todo, si por la circunstancia que fuera --peculiar carácter del director o residencia del autor en París--, el dramaturgo llega de nuevas. Y supónganse ustedes también la actitud del frente contrario, en el que, generalmente, se piensa que el mejor autor --sobre todo, el más comprensivo-- es el autor muerto...

En este caso el autor estaba vivo y con residencia en París. La función se desarrolló en medio de un silencio sepulcral. Arrabal, muy tenso y muy tieso al principio, se fue relajando conforme avanzaba el espectáculo. En algunos momentos, tres para ser exactos, y muy fugazmente, me miró para, timándose conmigo, decirme, a través de un leve gesto, que yo tenía razón al haberle dicho antes del pase, para tranquilizarle y porque lo pensaba, que el montaje era impecable y que le iba a gustar, y mucho.

El ritualidad de la puesta en escena hizo que al acabar la representación se produjera un silencio litúrgico que se rompió con los aplausos rotundos, pero tampoco escandalosos --no era la ocasión-- de Arrabal y de este colega, principalmente. Cesaron los aplausos --no se prestaba la ocasión para prolongarlos como en una noche de febril estreno--, y un recogimiento de convento de clausura acabó por invadir el local. Arrabal estaba excitado. Quería ver cuanto antes a Pérez de la Fuente. Me lo decía en voz muy baja. Y Pérez de la Fuente no aparecía. Pero, ¿dónde estaba el director? Yo sentía feliz a Arrabal, con una euforia controlada, para nada pantera..., más bien torito de trapío en dehesa propia...

Por fin, apareció Pérez de la Fuente, y antes de que nadie pronunciara una sola palabra, Arrabal dijo, dirigiéndose al director y procurando que lo oyésemos los que estábamos alrededor: "He visto muchos montajes de El cementerio de automóviles, en todo el mundo; los más, realizados por grandes de directores, y algunas de esas puestas en escena están ya en la historia del teatro. Dicho esto, he de reconocer que hoy por vez primera he visto mi Cementerio de automóviles”. A partir de aquí, imagínense lo demás.

Pérez de la Fuente, al montar El cementerio de automóviles continuaba en la senda abierta con Pelo de tormenta en el teatro ritual; un teatro ritual que, como se ha dicho, le preocupa especialmente. Tras el Nieva, el Max Aub y el Buero, citados antes, Pérez de la Fuente se había enfrentado con una obra difícil de llevar a ese terreno del ceremonial, pero no imposible, La visita de la Vieja Dama. Lo logró, pero se le criticó la espectacularidad del montaje; o sea, el que se hubiera podido gastar en el montaje más de lo culturalmente correcto... Por esta razón, no lo dudo, se planteó en su siguiente montaje, en El cementerio de automóviles, una puesta en escena perfectamente encuadrable dentro del género ceremonial, pero también dentro de una estricta austeridad conceptual y formal. Lo cual hizo que el montaje en vez de tener la balumba de una espectacular misa cantada en un ámbito miquelangelesco, tuviera el recogimiento de un intensa misa rezada entre las piedras de una abadía cisterciense.

Pongamos que Pérez de la Fuente purgó su desliz con Dürrenmatt, si es que lo fue, y Fernando Arrabal pudo ver, en aquella tarde de agosto de 2.000, su obra al desnudo, sin los aparatosos bosques de plumas y quincalla, tan propios de los barrocos directores vanguardistas, mixtificadores del teatro, Chirinos y Chanfallas de una dictadura teatral que todavía hace abrir la boca a los ilusos que, como los espectadores del retablo cervantino, no quieren ser excluidos del especulativo establecimiento cultural.

Fue reconfortante ver aquel montaje de El cementerio de automóviles, sin otra retórica escénica que su contemporaneidad con nuestro hoy. Algo posible con la pieza, porque en ella Arrabal se nos muestra como visionario. Si Marinetti fue, a principios de siglo, aquel precursor de la modernidad que pudo fascinar a un Maiakoski y Malevich, pontificando que un coche de carreras era más bello que la Victoria de Samotracia, Fernando Arrabal, con El cementerio de automóviles venía a otorgar, desde el humanismo --¿habría que decir desde el humanismo cristiano?--, un acta de defunción al maquinismo.

Arrabal, forjado en el yunque estajanovista y clerical de la papelera tolosana, contaminado por el CO2 del maquinismo, da por muerto a Marinetti. Porque El cementerio de automóviles propone una lectura de la posmodernidad anacrónica para su tiempo, en el que no había llegado aún el fin de las utopías. Arrabal, superando el universo carcelario del franquismo y sus guardias, y sin saberlo él entonces, plantea una reflexión más en consonancia con este siglo XXI de la globalización y los replicantes de Ridley Scott. Sólo un "Blade Runner” podrá impedir que los replicantes acaben con la música. ¿Quién pinta un cuadro? Tal vez, José Hernández, ese Bosco hispano pasado por el pop.

Lasca y Tiosido, hacen footing incansablemente, hoy más que en 1957, desde primera hora de la mañana, como un George Busch enemigo de la sobrealimentación, como un reprimido ejecutivo frugal y disciplinado, como una esposa fiel a su atlético entrenador del gimnasio, como un discreto alcalde perseguidor de Nevenkas...

Milos y Dila, distinguidos hoteleros, hoy más que aquel 1957, de día y de noche, atentos a las necesidades del cliente que siempre tiene razón, selectos potros dispuestos al jineteo o a la doma a gusto del consumidor, avispados posaderos en el boom del turismo continuo... Y, al mismo tiempo, Milos y Dila son policías. Una especie humana en progresión. El hombre, policía para el hombre. Replicantes, decíamos.

Emanú, Topé y Fodère, pobres diablos de este infierno possartriano: Ignacios Ellacurías quiméricos asesinados por los nietos de la Mamá Yunita, Joaquines Sabinas incorrectos devorados por absurdos clones televisivos, hambrientos subsaharianos dispuestos a vender su alma por cuarenta euros sobre la miseria de su "top-manta”...

Emanú es crucificado en una bicicleta --en una motocicleta, en la visión de Pérez de la Fuente, y podría serlo sobre el Ferrari de Schumacher--, por la traición del judas Topé, instigado por los falsos atletas.

Fernando Arrabal se adelantó a su tiempo, como algunos de sus compañeros de viaje del absurdo. Como el judío de origen portugués --como Spinoza--, Harold Pinter, que superando la visión teológica-agnóstica de Beckett, nos precipitó en el vacío de la escena, a través los agujeros negros de la galaxia comunicativa, sin creer en las palabras ni en las parusías... Pinter es el final del teatro menandrino, el descubrimiento trágico de la banalidad del mimetismo, la prueba del algodón para una palabra hecha continuamente mentira... ¿Wittgenstein, otra vez?

Por supuesto que cabe el escepticismo ante esa realidad. No es el caso de Arrabal. Sí, por ejemplo, el de Umberto Eco, por citar el máximo indagador en las reflexiones aristotélicas sobre la comedia. El semiólogo nos dice que su ciencia estudia todo lo que puede usarse para mentir: "Si una cosa no puede usarse para mentir, no puede usarse para decir la verdad; en realidad, no puede usarse para decir nada”.

Arrabal, ese autor de teatro francés --¡mentira!, gritaría Eco-- nacido en Melilla, pese a que ahora le esté dando vueltas a Wittgenstein, no es de esa secta. Aunque él quiera, que no sé si quiere. Él, por jesuítico, es cartesiano, como Calderón. Sigue a Descartes, otro jesuítico, pero sin llegar a los límites del panteísmo de Spinoza, que puede conducir al vacío. A través del "pienso, luego existo”, Arrabal también desemboca en las ideas innatas. O sea, en Dios. Y también en el libre albedrío. Y, otra vez, el teatro calderoniano, que, a pesar de la indulgencia con el clérigo del preceptista Ignacio de Luzán, poco tiene que ver con la academia de Richelieu.

Arrabal, tampoco; mientras otras serían las coordenadas de sus colegas del Absurdo, a pesar de lo que opinase el recientemente fallecido Martín Esslin. Porque la "infantil simplicidad” de Arrabal más tiene que ver con "la comedia sin corazón” jardielesca, que con el Ubú, de Alfred Jarry. Como no se puede dejar de pensar, al hablar de Pic-Nic, en las guerras de un talento del humor local, Gila, que en 1952 hará que se estrene Tres sombreros de copa, que Mihura había escrito 20 años antes. Estas raíces, pre-parisienses, de Arrabal, como las que, en otro imaginario, están también en Nieva, se hunden en otro suelo que el abonado por Esslin.

Humor alejado del sainete mostrenco, humor cervantino, quijotesco, como el que buscó --y halló-- nuestro padre Unamuno en su nivola. Sin hablar de Gómez de la Serna, personaje bien conocido por Arrabal, y del que me comentó una anécdota tremenda, una greguería esperpéntica del escritor que introdujo en España a Marinetti y a Picasso: "Cuando Ramón llegó a su exilio de Buenos Aires dejando detrás la Guerra Civil, le preguntaron allá: ¿Qué opina usted? Y él levantó los dos brazos; al final de los brazos, un puño y una mano extendida”. La imagen me sugiere una acción aristofanesca.

Y llegamos a la Guerra Civil. La Guerra Civil y sus secuelas. El origen de una gran parte de la dramaturgia española de la segunda parte del siglo XX. Llegamos a Carta de amor. Como un suplicio chino, la obra que se representa en Madrid en este 2002, también en el comienzo del siglo XXI, una de las piezas más decantadas de Arrabal, y una de sus últimas. Un "monólogo inédito para una actriz”, lo califica el dramaturgo.

No hay ya infantiles simplicidades, aunque sí el recuerdo de aquella infancia suya y de la relación con su madre: hambre, bombillas de filamento y falsedades. En la unión de la madre con el hijo, una Piedad tenebrista, de Morales o de Ribera --¿o, su amado Greco, o directamente, un Solana de hoy?--, y la crónica de un desencuentro. Un personaje ausente, el padre, militar republicano, que represaliado por el franquismo, un día escapa de la cárcel con un hombre, no sabiéndose nunca más de él. No sabiendo Arrabal nunca más de él, habría que decir. Su madre no le dice a su hijo que su padre ha huido, le dice que ha muerto. El día que Arrabal se entera del engaño, rompe con su madre.

La obra es una confesión, a través de unas cartas, de unas comunicaciones, de una llamada telefónica... Pero la recepción de las noticias por parte de la madre no es la misma que la que tiene el personaje de La voz humana, de Cocteau, mimética, sicológica, melodramática... La recepción de la madre es trágica, ritual, ceremonial... Y así la ha visto y plasmado Pérez de Lafuente. Aunque el autor haya contado la historia con anterioridad en formas narrativas, su estructuración aquí es rigurosamente dramática. "Monólogo para una actriz”, decíamos, deja claro Arrabal.

Asistí al estreno de la obra en las mazmorras del Centro de Arte Reina Sofía, casa de fantasmas, como algunos dicen. 14 de enero de este 2002, 20 horas. Una ministra que fue roja, dos académicos –uno de ellos, Nieva-- y Arrabal con Luce, en uno de los coros, oteando. En aquel ambiente carcelero y monacal, por escurialense --pero no ghelderodiano, Arrabal tampoco es belga, ni austriaco--, entre paredes de granito y bóvedas de ladrillo, el espectador se siente inquisidor involuntario. Se juzga a una madre. Y el acusador es un hijo. El conflicto, una anagnórisis, que será catártica. Pero no sólo para la protagonista de ese evangelio, y para su evangelista sino para el espectador inquisidor.

El dramaturgo, ¿francés?, habla de las dos Españas, de la reconciliación de las dos Españas. En el siglo XXI. Veinticinco años después de la muerte del dictador, sesenta años después de acabarse la guerra civil. Mientras se vive en una democracia formal. Un reencuentro telúrico, como si no existiera el tiempo ni el espacio. Como si no fuera teatro, sino ejercicio espiritual. "Ejercicio espiritual en un túnel”, diría uno de nuestros más destacados teólogos, Jorge Oteiza, cuya visión del arte está íntimamente relacionada con el teatro de la vida. Iconoclasta pensador; en otro tiempo, un hereje. Por hacer los apóstoles de Arántzazu le hubieran llevado a la hoguera. También por no hacerlos. ¿Para qué hacer esculturas si la vida es una escultura insuperable? ¿Para qué? Para purgar.

Purgar, purgatorio. Sigo en la ortodoxia cristiana, o en la heterodoxia, que para el caso es lo mismo. Purgar la culpa, como los personajes buerianos. Nunca Arrabal ha estado tan cerca de Buero. Al comenzar la representación, los espectadores entran en la cripta y enmudecen al ver a la Dolorosa en su camarín, Bisbiseos, como aquellos que relataba Unamuno en la catedral del Bilbao liberal. Unos rayos de luz atraviesan los vitrales. Tocan a oración unas campanas. El tiempo se para. Pie quieto, bego-oña, parece decir la madona. El tiempo se ha parado. No hay tiempo. Es todo el tiempo. Arrabal regresa a su Madrid, infierno y cielo. En el Reina, bajo el grito de la madre del Guernica de Picasso, el hijo resucitado por el conjuro dirá a la madre: "Que la soledad no sea nunca más tu cárcel”. En este Madrid de 2002, Edipo, no sabemos si después de haber hecho desaparecer en su mundo a su padre Layo o no, manda una carta de amor a su madre, que no se suicidará. En la obra que escribe este Sófocles, la madrastra historia morirá en paz. Ya ha muerto. La madre de Arrabal falleció en la Navidad del 2000.

La semana pasada he visto ponerse en pie a los 62 espectadores, que cada día llegan a ese Lourdes de la reconciliación, al acabar la representación, como lo hizo el día del estreno el público académico --la ministra, no--. No aplaudían a María Jesús Valdés. Aplaudían un regreso. La afirmación de un teatro. La oficiante, en el pabellón de los locos del viejo hospital, había realizado el exorcismo sobre las dos Españas guerreras. La sacerdotisa, adlátere del chamán del franquismo, había realizado la ceremonia: el fuego, el incienso, la cera caliente convertida en hostia y los pétalos..., mientras va envejeciendo. Un auto sacramental.

En 1991 le pregunté a Arrabal por la llamada España, Arrabal me contestó: "España es una mariposa que quiso hacer de su lágrima un huevo”. En 1992 le pregunté a Arrabal hacia dónde íbamos, Arrabal me contestó: "Vamos hacia un nuevo Renacimiento. En el tercer milenio habrá un siglo español con besos, caviar y mantillas”. En 1993 le pregusté a Arrabal si cada día era más francés, Arrabal me contestó: "Cada día más castizo”. Por aquel tiempo también le pregunté: ¿Y si Aznar le nombrara ministro de Cultura?, a lo que Arrabal me contestó: "Dimitiría. Quería ser Sófocles, ahora quiero ser Sócrates”.

Hace algún tiempo, dejé por escrito que en el teatro del siglo XX español, el terceto de Valle, Lorca y Buero podría asemejarse al terceto de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Y me preguntaba: "¿Y Arrabal?” Contestándome. "¿Arrabal? Arrabal es Aristófanes”. Hoy, ya en el siglo XXI, no lo afirmaría. ¿También es Sófocles? ¿O también es Sócrates? Arrabal tiene la palabra.